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Por Ana Malena.
Hay noches en que el tiempo se detiene, otras en que el tiempo vuela. Hay noches llenas de magia en las que el tiempo se transforma, tejiendo una especie de red invisible, un espacio-tiempo paralelo donde todo puede suceder.
El sábado pasado fue una de esas noches. A través de la música, todo fue magia. Sucedió en un bar de nuestra ciudad, donde eventualmente tocan grupos de música. Hacía tiempo que muchos estábamos esperando esa noche del gran debut que le jugaría una trampa al tiempo. De pronto, en un sábado de 2013, todo retrocedió mágicamente 20 años. En ese salón de la peña, esos cuerpos que acusan historias y verdades, volvieron a ser adolescentes vibrando al ritmo del rock.
La cuestión fue así: un banda llamada “Planicie” debutó en la ciudad. Hasta aquí, no hay nada demasiado novedoso. Pero resulta que dos de estos tres pibes fueron parte de la historia de los jóvenes de los noventa de Villaguay. Diego y “el Mono” eran parte de los chicos conocidos, buenazos, simpaticones que cursaban en la escuela Técnica, y que por esas tradiciones silenciosas (que vaya a saber adónde tiene su génesis) las mujeres codiciábamos en secreto (a ellos y a muchos más, claro). Esos dos chicos, hoy hombres que superan los 30 años, decidieron cumplir un sueño (tal vez el sueño que muchos de nuestra generación no nos animamos a cumplir). Aunque había varias banditas de música por entonces, no se consagraron músicos en la adolescencia. El momento de rockearla llegó ya con la ¿madurez?. En fin, se animaron y lo hicieron. No sólo armaron su banda sino que, después de muchas idas y vueltas, debutaron en la ciudad natal.
La noche vibraba extraña, hacía ya un par de años que estaba planeada ese recital y por fin había llegado el momento. El bar estaba lleno de gente, pero no era cualquier gente. Allí estaban todos aquellos jóvenes de los noventa, que alguna vez cruzaron sus destinos en tantas noches de libertad. Caras familiares, con nombres desconocidos. Pero la referencia era concreta: todos alguna vez nos habíamos encontrado divirtiéndonos como espíritus adolescentes. Y esa noche, gracias a Diego y el Mono estábamos de nuevo, bajo el mismo techo y con la misma energía vibrante. Por un momento, mire alrededor y sentí que si cerraba los ojos y los abría de nuevo, podríamos teletransportarnos a “Lola” y volver al ´94, reeditando mágicamente un pasado alternativo. Por aquel entonces no existía la banda, pero estábamos todos los que podríamos haber estado si hubiera existido.
Había nervios, tensiones, sonrisas expectantes. Esa sensación de que algo emocionante está por suceder, ese temor de que algo no salga como estaba previsto o de que los chicos no sonaran tan bien como imaginábamos. Sin embargo, desde que comenzaron a pulsar los primeros acordes de “Planicie” todo cobró sentido. El público empezó a entusiasmarse y corear las versiones de Divididos, Las Pelotas o Héroes del Silencio, con la misma emoción de antaño. Mi mesa estaba compuesta por una decena de mujeres hermosas y maduras (madres en casi todos los casos) que coreaban desde el fondo, como groupies fieles y enardecidas que seguían a sus ídolos. También hubo gritos de aliento, amigos fieles que apoyaban a sus hermanos de la vida y eran felices con ese presente. Hubo dedicatorias especiales que demostraron que el tiempo sí ha pasado, que la vida nos ha golpeado pero que igual, todos, a nuestra propia manera, nos hemos ido reconstruyendo.
Y en esos instantes de magia, el tiempo se esfumó. Los años dejaron de existir, y el pasado también. Nos sumergimos en una noche sin tiempos en la que sólo se trató de vivir ese presente. De pronto, se liberaron aquellas emociones y con ellas las penas de la adultez. Con la magia de la música nos convertimos en vida, la libertad se sentía en el aire mientras todo fluía. Incluso luego del recital, donde hubo un bis improvisado, las vibraciones se seguían expandiendo en el aire. Era temprano y todos queríamos seguir ahí, sintiendo en el cuerpo esas sensaciones que pocas veces experimentamos. Rodaban los tragos, se exaltaban las miradas, todos y todas queríamos seguir sintiendo esa vibración, que no se apague…
Se abrió el micrófono y de la mano de un karaoke feroz, todos fuimos exorcizando nuestros demonios. Bailando al son de los rockanroles, de las cumbias, de la música que marcó nuestra adolescencia. Gritándola desafinadamente pero con toda la alegría de sabernos vivos y felices, aunque sea por ese sólo instante. Chicas y chicos se apoderaron del escenario, coreando ferozmente canciones de ayer, gritándole al destino que nada está perdido. No hubo nadie que se quede sentado, no hubo ni una sola persona que quiera irse. En esa noche sin tiempo todo cobró sentido: los dolores de ayer, las alegrías de hoy. Aquella noche todos volvimos borrachos de cerveza y alegría, celebrando nuestro presente, sintiéndonos simplemente felices.
Pasaron algunos días de ese sábado atemporal y sigo pensando adonde está el secreto. Cada vez que me preguntan mi edad, siento que tengo algunos años menos, y aunque ya puedo contar anécdotas que sucedieron hace 15 o 20 años, sigo percibiendo la misma energía de entonces. Pero soy consciente que no a todos les pasa. Sé que, ustedes queridos lectores deben pensar que estoy loca hablando de “vejez” a los 30 y pico. Pero conozco muchos treintiañeros que son viejos o que se sienten derrotados. Porque la vida nos ha golpeado a varios, algunos más fuertes que a otros. Y ser adulto duele. Pero también se siente fantástico. Sobre todo cuando en una noche cualquiera dos pibes de 34 se animan a vivir su sueño. Sin miedo ni prejuicios, se suben a un escenario a concretar su deseo, a ser rockeros por un día y a contagiarnos a todos esa energía. Porque con ese simple hecho pudimos sentir que todo es posible. No importa cuántos calendarios tengas encima, no importa qué tanto hayas vivido o dejado de vivir, siempre hay un momento para empezar. En esa noche de rock and roll, todos sentimos que, aunque la realidad a veces apesta, es posible recrearse en un sueño sin tiempo. Por eso hoy esta columna va dedicada a ustedes queridos amigos. Y a todos los que todavía seguimos soñando presentes ¡A su salud… Y gracias totales!