(Por Gustavo Pizzio) – La juventud se ha extendido. Ser joven hoy es -sin duda- muy diferente a ser joven en la generación de nuestros padres o, mucho más, en la de nuestros abuelos.
La juventud, por cierto, no se define como una condición estrictamente etaria. Por el contrario: es algo de naturaleza sociocultural, e incluso socioeconómica. Esto significa que se puede ser joven a los 40 y adulto a los 18. «Todo depende», como dice la canción de Jorge Drexler. Y depende de factores múltiples que hacen que uno traspase más temprano o más tarde la línea que separa la juventud del mundo adulto. La incorporación temprana o tardía al ámbito laboral incide fuertemente en este pasaje.
El problema en cuestión es cuándo se produce ese desplazamiento y cuándo se empieza a percibir el mundo desde otro lugar. Una respuesta posible, entre otras, es: cuando la «brecha tecnológica intergeneracional» comienza a marcarse más tangiblemente. Esta brecha es una distancia que no va tanto por el lado del acceso a las tecnologías sino fundamentalmente en la apropiación, adaptación y uso que se hace de ellas. También en la receptividad que se tiene frente a la introducción de las innovaciones.
Algo de eso me pasa por estos días o, mejor dicho, desde el momento en que me obsequiaron una tablet. El dispositivo duro en mis manos lo que demora una golosina en manos de un niño. Quien se apoderó de ella fue mi hijo, de cuatro años, y hoy mi regalo es su obsequio.
Siempre que él está en «su» tablet ojeo qué hace, a qué juega y -debo confesarlo- algunas de esas cosas me resultan ininteligibles, tanto como seguramente a él se le presentan los archivos y documentos que empleo en mi notebook.
Sin embargo, lo que es seguro es que su capacidad de aprendizaje, aun con cuatro años, haría que en un lapso breve de tiempo estemos a la par, y que en un período un poco mayor él tome la delantera. Pienso -o siento, mejor dicho- que algo está pasando, que algo está desplazándose y que esa frontera que delimita la juventud de la adultez se hace cada vez más visible. Y sospecho que cuando esto pasa ambos universos se torna ininteligibles.
No tengo todavía 40 años, y aunque entienda que el tiempo no deba leerse en clave etaria sino cultural, hay situaciones que van marcando el pasaje de una condición hacia otra. A fin de cuentas poco podemos hacer los seres humanos para detener el curso del tiempo.
Quizá no sea tan terrible que el tiempo nos ubique en ese otro lugar, ya que es esta nueva posición la que, con alguna distancia, nos permite observar con distancia y extrañeza la creciente tecnologizacion de todos los ámbitos de la vida. Sobre este fenómenos podemos hacer juicios de valor, pero hasta donde uno puede divisar todo indica que esta faceta social se acentuará. Es necesario, por lo tanto, intervenir, no para modificar el curso del tiempo y borrar las brechas generacionales sino, más bien, para que los niños y jóvenes de hoy no sean meros usuarios de las tecnologías de su tiempo sino, ante todo, ciudadanos.
La distinción conceptual puede parecer insignificante, pero no lo es. Se trata, ni más ni menos, que contribuir a que las generaciones que nos suceden no sean simples consumidoras de los bienes tecnológicos sino que se apropien críticamente de ellas y sean conscientes de sus implicancias socioculturales.