Opiniones

La zanja se lleva en el alma

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(Por Raúl Jaluf)

Dice Eladia Blázquez: “La geografía de mi barrio llevo en mí, será por eso que del todo no me fui“

Los que nacimos y crecimos a la vera del zanjón del club Sarmiento, más aun a los sarmientistas, se nos conocía y conoce como “los negros de la zanja“. Hace pocos días con motivo del traslado de las figuras escultóricas de Venancia  y las carretas de don Juan Michelena, mirando la obra me di cuenta que el hormigón (bienvenida la obra, ya que una cosa es la nostalgia y otra la calidad de vida) estaba tapando parte de mi infancia.

Bajo el gris cemento, se diluyen los recuerdos de aquella niñez en que el zanjón era nuestro mundo. Esas tardes de calor que pasábamos corriendo entre el tendido de tablas y alambre que hacía las veces de puente peatonal, ubicado en Alberti y Dorrego;  y el de acceso al Club (éste de hormigón y caños), donde de gurí  y con las patas colgando mirábamos “el centro”,  soñando un futuro que parecía tan lejano, organizando murgas o simplemente escuchando boxeo con la radio que nos prestaban Virginio Mego “Capilla” y su hermano “Cachirula” (dos vecinos que se nos adelantaron en el viaje) ,”Taito” Pérez , los Almeida, los Llanán, el “Negro” y Luis Luján, los Vittori, Poro y Daniel Araví, “Chupamiel”, “Catenga” Castro, entre otros.

Era bravo tenerlo cerca cuando el tiempo anunciaba lluvia; muchas veces nuestras madres nos despertaban en la mitad de la noche porque el zanjón llegaba “de visita” y se hacía dueño de casa. Cruzar el puentecito de madera con el cañadón crecido no era fácil; se ponía resbaladizo y el pasamanos de alambre no te daba ninguna seguridad (más de uno con alguna copa de más fue a parar al cauce). Cuando se construía la escuela Sarmiento en la vieja Plaza Ramírez el agua se llevaba los troncos de eucaliptus que habían sido cortados para la obra y se convertían en increíbles embarcaciones que piloteábamos para la irresponsabilidad de nuestros pocos años.

Pero no todas eran pálidas, el zanjón nos permitía hacernos de algunas monedas juntando pelotas cuando la cancha de “Pelota a paleta” era abierta y muchas de ellas iban a parar al agua y nosotros, los gurises del barrio, éramos los encargados de ir a buscarlas. Aun me parece escuchar el grito “Nata alcánzame la pelota”.  Natalia Arancibia y su hijo José Zambuco (quien también practicaba ese deporte) vivían frente al frontón,  zanja de por medio.

La vida me llevó por otros caminos (algunos que ni imaginaba) pero siempre vuelvo al barrio, mi vieja ya no está pero en la casa de mi infancia sigue viviendo “Conejo”, mi hermano.

Hace muy pocas horas me saqué una foto en la esquina donde el hormigón tapó para siempre mis sueños y frustraciones de gurí. Una de las pocas fotos mías que tendré en mi barrio. Pasé varias décadas mirando la vida a través del visor de una cámara y de pronto me di cuenta que no tengo muchas fotos. Estuve un rato solo, viendo como en una  película en blanco y negro, pasar los recuerdos; los muchachos ya no están en la esquina: solo yo y mis recuerdos.

Como una voz que traía el agua, tomé conciencia y me dije “la zanja se lleva en el alma”.

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