Denuncian al “cura gaucho” Marcelino Moya por supuestos abusos a menores

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En una nota que abarca seis páginas de la edición impresa que salió hoy a la calle, el Semanario Análisis, de Paraná, denunció que el cura Marcelino Moya sometía a abusos sexuales a menores de edad cuando se desempeñaba como vicario de la parroquia Santa Rosa de Lima de nuestra ciudad y como capellán del Regimiento de Infantería Mecanizado 5.

La nota publicada hoy en Análisis, que lleva la firma de su director, Daniel Enz, asegura que Moya “cooptaba” a adolescentes de 14 o 15 años mediante “pequeños privilegios”, e incluye el testimonio de uno de ellos, quien asegura que el cura le practicaba sexo oral.

A continuación, publicamos el contenido textual de la primera parte de la nota, que lleva como título “Cura gaucho y abusador”:

“La historia de abusos a menores de parte de religiosos no termina en Justo José Ilarraz. ANALISIS pudo reconstruir cómo fueron los abusos cometidos por el cura Marcelino Moya, en su paso por la ciudad de Villaguay, donde fue vicario parroquial y también capellán del destacamento del Ejército Argentino. Dos de sus víctimas relataron los hechos registrados entre 1994 y 1996, en habitaciones de la Parroquia o bien en viajes que se hacían a Paraná Campaña. Moya está destinado en la ciudad de Seguí y es conocido como el “cura gaucho y payador”. La pregunta es cuántas víctimas pasaron por sus manos en casi dos décadas de sacerdocio, sin que nadie lo advirtiera.

El mecanismo fue siempre el mismo y lo repitió por años: casi muy parecido al que practicaba a veces el cura Justo José Ilarraz -a quien llegó a conocer perfectamente- con sus súbditos o víctimas. Había un grupo selecto de chicos, de entre 12 y 16 años, quienes disponían de total libertad para subir a su habitación -ubicada en el primer piso de la Parroquia- y permanecer el tiempo que consideraran necesario, a cualquier hora, en cualquier día. No había que pedir permiso a nadie; la puerta siempre iba a estar abierta. El cura entendía que no debía dar explicaciones a ninguna autoridad religiosa que estaba desde antes en el lugar, pese a su juventud. Era consciente de su pequeña porción de poder como vicario parroquial y, a su vez, como capellán del destacamento del Ejército Argentino, que era lo que más omnipotente lo hacía sentir, en una ciudad donde buena parte de la sociedad está ligada al batallón. Ningún cura de la parroquia se iba a meter con su proceder, pese a cargos mayores o a la antigüedad en el lugar. Y fue siempre así: nadie de los curas viejos le hizo cuestionamiento alguno a su accionar.

Los pibes acudían a diario a esa reducida habitación, siempre muy pulcra, donde había mucha tecnología convocante para esos niños, que eran la principal atracción. El cura les ponía música clásica, producto de una compra obsesiva que hizo de una serie de cd que salieron con la revista Noticias y nadie objetaba esas melodías, que servían de fondo para generar un ámbito de tranquilidad. No obstante, esos mismos chicos más de una vez, tenían que optar por otra diversión y no ingresar a la pieza del sacerdote, cuando dentro de ese espacio estaban 4 o 5 jóvenes de pelo corto, prolijamente vestidos, esperando al sacerdote o a veces directamente encerrados con él. No se podía ni siquiera golpear la puerta y siempre había alguien que advertía de tales visitas. Con el tiempo, los chicos entenderían que esos visitantes, que por lo general no residían en esa ciudad entrerriana, sino en lugares más lejanos, aprovechaban sus momentos libres o de franco que les daban en el destacamento para ir a ver al cura y pasar un buen momento con él. Siempre los veía en la habitación; nunca se los observaba en otro lugar de la ciudad. Eran los denominados “voluntarios” del Regimiento de Infantería Mecanizado 5 General Félix De Olazábal, con sede en Villaguay, que ingresan a los 18 años y es el escalón inicial en la carrera de suboficiales del Ejército Argentino.

Los chicos sabían que la presencia de esos muchachos no era tan habitual como la de ellos. Que esa habitación, en buena parte, casi que les pertenecía a diario y ese privilegio nadie se los iba a sacar. Tenían el aval y el amor del cura y eso era suficiente. Ahí podían jugar con los programas de la computadora; escuchar música, ver alguna de las películas en el equipo de video o bien esperar a que el sacerdote se termine de cambiar para ir todos juntos a jugar al fútbol. A más de uno lo sorprendía con su vestimenta: siempre de punta en blanco y con zapatillas nuevas, que jamás tenían algún tipo de desgaste, precisamente porque el sacerdote no tenía ni idea de lo que era jugar al fútbol. Quedaba claro que lo hacía para congraciarse con ellos, porque era lo que más la reclamaban para hacer. A veces había hasta 10 pibes juntos, sentados de los dos lados de la cama, en pantalones cortos, a la espera del okey del religioso para el picadito nocturno. Solamente el cura podía hacer prender las luces del gimnasio del colegio La Inmaculada Concepción, jugar un fútbol 5 y disfrutar de varios partidos. Las monjas de allí, con la rigurosidad que las caracteriza, jamás accedían a pedidos de otras personas para jugar fútbol nocturno. Pero con el cura era diferente.

Los pibes eran felices con las demostraciones de poder que hacía el cura Marcelino Moya. Como contrapartida, Moya en persona se encargó de maltratar de tal manera a las chicas que integraban los grupos católicos o a las propias alumnas del colegio -que eran compañeras de los otros jóvenes-, para que no subieran más a la zona de las habitaciones donde él se reunía a solas con los pibes y tampoco aparecieran en todo evento juvenil que ellos organizaban. La misoginia era una de sus características y, de hecho, siempre se lo inculcaba a los pibes que lo rodeaban.

(…)

Esa selección que hacía entre los pibes los iba transformando, por lo general, en monaguillos de la parroquia, lo que les determinaba algunos pequeños privilegios que no todos tenían en la Parroquia. De alguna manera, Moya los bendecía y pasaban a ser los jóvenes de extrema confianza del cura. Eran los que podían ayudar en misa; hacer la lectura de los evangelios, quedarse a dormir en la casa religiosa si era necesario y viajar con el sacerdote a lugares cercanos, cuando a veces lo requería. Una de las víctimas del cura -que no reside en Villaguay- relató a ANALISIS que él, de alguna manera, fue cooptado por Moya en un momento difícil familiar que tenía, cuando rondaba entre los 14 y 15 años. “Me inventaba tareas, para tenerme en la habitación de la Parroquia, escribiendo en la computadora. Incluso me daba dinero a cambio de esos trabajos y eso también lo repetía con otros chicos. El estaba haciendo actividades en otro lugar de la Parroquia y cuando se desocupaba ingresaba a la habitación, me abrazaba, me acariciaba y directamente me tomaba el pene para succionarlo y hacerme acabar. Nunca hubo otra cosa; jamás existió acceso carnal ni le di un beso en la boca”, indicó.

(Parte de la extensa nota publicada en ANALISIS, en seis páginas de la edición gráfica)”

 

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