Por Martín Carruego (Publicado en la edición del 13 de octubre de 2013 de El Diario del Domingo)
El otro día tuve la oportunidad de charlar un rato con dos chicas cubanas que se dedican a los títeres. Vinieron a dar una función y un taller al Colegio Nacional y como las acompañaba un amigo, me sumé a una sobremesa en un hotel cuatro estrellas de la ciudad, que, paradójicamente, no servía café hasta las tres de la tarde porque la camarera –pobre, no tiene la culpa- estaba sola y con mucha clientela. Cuatro estrellas, pero a la villaguayense.
Se habló un rato de la obra, que se ocupaba de la infancia del Che Guevara; pero la curiosidad de los interlocutores argentinos trasladó la conversación a la realidad cubana.
Muchos temas pasaron entre trago y trago de Pepsi cola con sacarina (no debe haber cosa más fea). Pero lo que más me llamó la atención fue la sorpresa que ellas se habían llevado al conocer a un “revolucionario” argentino.
No importa quién: era un tipo de una ciudad santafesina que las alojó gustoso en su casa porque eran cubanas y él un amante de la revolución, cuyo sueño era mudarse a La Habana una vez que logre su jubilación.
Ahí empezaron las disputas. Una de las chicas le dijo que si de verdad amaba tanto la revolución lo que debía hacer era irse a vivir ahora a Cuba, que vive un momento de crisis económica bastante importante.
“Si tú te vas cuando te retires, será muy cómodo. Vivirás de tu retiro. Lo que deberías hacer es aportar tu trabajo en este momento y vivir como vivimos los cubanos”, le sugirió una de las titiriteras, con ese tonito tan lindo que tienen los caribeños.
Al “revolucionario” argentino ya no le gustó mucho lo que decían sus invitadas. Pero lejos de reflexionar acerca de sus propias ideas, lo que hizo fue cuestionar a las chicas. “Lo que pasa es que ustedes son anticastristas”, les espetó.
La frase no les cayó bien a las chicas, que ya empezaron a perder la compostura: “¿Pero es que tú me vas a decir a mí lo que es ser revolucionario? ¿Tú que tienes la heladera llena y si te falta algo te quejas como un niño, te atreves a decirme a mí, que crecí en una familia en la que a veces faltaba el pan, lo que es la revolución?”.
Relatan entonces que una noche fueron a cenar. Y que el revolucionario se quejó porque el atún que le trajeron no era el que él acostumbraba comer. “¿Y tú quiere vivir en Cuba, donde tienes que mirar ya no la marca sino la fecha de vencimiento?”, le dijeron.
Las chicas, por más que alguno pueda pensar, hasta aquí, lo contrario, son fervorosas defensoras de la revolución. Pero no de la estupidez.
Y la anécdota viene a cuento de esa tendencia que tienen algunos revolucionarios” de clase acomodada por defender un régimen que sólo conocen como turistas o a través de las canciones de Silvio Rodríguez.
Las titiriteras no se arrepienten de vivir en la isla e idolatran a Fidel y a Raúl Castro. Pero critican, como casi todos en todas partes del mundo con sus respectivos gobiernos, las cosas que a su juicio están mal.
Para empezar, la economía. Pero no sólo eso, también otros “errores” que, aseguran, el propio régimen admite ahora. Recuerdan, por ejemplo, con pesar, la época en que se castigaba llevar el pelo largo o ser homosexual.
Ahora, dicen, ese tipo de cosas no pasan: uno puede relacionarse con sus familiares en Cuba, efectuar críticas y vivir como a uno le plazca, siempre con las limitaciones (fuertes) que impone la economía.
“Y por qué, si admiten que se vive mal, al menos económicamente, adhieren a la revolución?”, fue la pregunta obvia.
“Porque tenemos la mejor educación, la mejor salud y mucha seguridad. Y sabemos que el capitalismo puede traernos algunos cosas buenas, pero perderemos las que tenemos ahora y que son muy valiosas”.