Por Manuela Chiesa de Mammana (Publicado en la edición del 13 de octubre de 2013 en El Diario del Domingo)
Ahora cuando camino por la ciudad y veo las calles grises de mis diarias tristezas me pregunto cómo hago para dejar atrás las viejas imágenes que no logra borrar el continuo golpe de la piqueta ni el afán urbanístico de la modernidad.
Los recuerdos nunca se esfuman totalmente, en el lugar queda algo de la gracia premonitoria de otros días, cuando la memoria no acudía a habituales engaños para disimular el paso de los años.
Hubo un tiempo de amplios patios de baldosas anchas, de domingos cargados de silencios, de sueños teñidos de luz crepuscular, cada vez que caminando por veredas de ladrillos y pastos duros, creímos que así sería para siempre.
Aquella esquina donde el relojero podía ser mecánico, la librería transmitir música los mediodías de primavera, el balcón de la sombrerería lucir el último “rancho”, el zapatero italiano ofrecer guillerminas de gamuza, quedará como una viñeta imborrable del manso pueblo de entonces.
El viento profundiza la hondura de la tarde y repentinamente me acuerdo del episodio del inmigrante que llegó como sobreviviente de la última gran guerra.
Empobrecido, arruinado, con hambre, producía un sentimiento de agobio en esa escenografía simplista de postal campesina. Aunque evitara verlo pasar, errante, con su extraño dolor, él estaba allí reclamando atención, afecto quizás.
Hoy nada es identificable con aquella época, las mañanas no tienen el sortilegio de las de antaño, pero la transmutación significa florecimiento, aunque eso a mí no me consuele.