(Por Manuela Chiesa de Mammana) – Cada vez que parte lejos un tren, en la última esquina, desde el bar de la Polaca, aparece, envuelto en sus pensamientos, Jacinto, el triste del pueblo, cajón de lustrar al hombro.
En todos los pueblos hay un triste sobresaliente pero Jacinto repite la rutina de la tristeza día a día. Vive con su abuela Eulalia en una casilla del ferrocarril. De allí sale a lustrar a la esquina de la iglesia o a la entrada del Banco nuevo.
Es correcto, educado, pero no sonríe. Detrás de esa mirada de niño inexpresable hay como un dolor de lejanía. Su abuela, que lo quiere como a un hijo, sólo le contó la verdad a medias, sobre su madre. Así y todo está siempre triste.
Según la abuela Eulalia, la madre de Jacinto, Margarita, marchó un día de marzo en el tren de media noche hacia Buenos Aires en busca de Pedro Pablo, el padre de Jacinto. Dejó al niño pequeño al cuidado de la abuela por unos días. Días que se hicieron meses, años y al final, desesperanza.
Por cada tren que pasa Jacinto ensombrece más la mirada, porque muy en el fondo de su corazón, espera que vuelva la madre, a quien no conoce pero la perdona.
Con el paso del tiempo esa tristeza se ha vuelto fortaleza en Jacinto, que suspira profundo cuando escucha el sonido inconfundible de un tren que se aleja.
Lo que el chico nunca sabrá es que su mama no se fue en el tren de la media noche a Buenos Aires, sino que se escapó una madrugada con el maquinista de un tren de carga.
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