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Villaguay | Entre Ríos | Argentina | Jueves 12 de febrero de 2009
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El ghost writer


Copiado y pegado desde: natanael.blogspot.com

Así como Elisa Carrió dice que ama a Evita sin que nunca lo haya demostrado en la práctica, existen también muchas otras realidades que suceden sin que uno se las llegue a imaginar.

Iluso suponía que la posibilidad de escribir un libro -y que te lo publiquen- era una de las cosas más lindas que le podía suceder a cualquier persona; era una causa que perseguir en vano una vida entera, con tesón y perseverancia, amén nunca sucediera.
Hasta comprendía a quienes creían una falta de respeto que publicaran las rimas de Belén Francese o los Secretos ConPartidos de Marcelo Benedetto y Tití Fernández.
Pero todo lo que pensaba sucumbió cuando me enteré de la extendida práctica del ghost writer.

Recuerdo el libro Yo soy el Diego (de la Gente), quizás el libro más vendido en la Argentina en la década del 90, en el que, generoso, como siempre, Maradona no escondía ni los Arcuccis y ni los Cherquis Bialos que permitieron la biografía del Diez. Entonces, ¿por qué habría de esconder Ileana Calabró su escritor fantasma?, daba un changüí, sin pensarlo.

No sé cuándo me enteré de la existencia de los escritores fantasmas, pero no le di mayor trascendencia en ese momento. Prefería seguir pensando que tanto el Bambino Veira como Carmen Barbieri escribían sus libros, que a lo sumo un corrector les ponía los puntos sobre las íes.

Pero mi sistema de creencias sucumbió, repito, cuando la descarnada Cumbio, más allá de todo lo profano de este mundo, reconocía con pelos y señales que tenía un ghost writer, que se llamaba Javier Sinay, que lo guardaba bajo la cama, y que su libro consistía en una larga entrevista que el autor posteriormente transformó en autobiografía. Pero lo más inquietante fue que la floguer más famosa agregó, liviana: «yo no lo escribo, ¿viste cómo se hace ahora?».

Fue la hecatombe: Apocalipsis de la candidez y génesis del cinismo impío: pasé de la ingenuidad de suponer que Fernando Peña escribía obras de teatro a dudar hasta de la obra completa de Héctor Tizón.

¿Y qué pasa si en realidad todos los libros que se editan de personas conocidas son escritos por ghost writers? ¿Quién lo sabe?

Así como los presidentes de los países del primer mundo tienen dobles para desbaratar posibles magnicidios, ¿quién puede afirmar con su patrimonio que Washington Cucurto no tiene un escriba a sueldo que se hace pasar por escritor con severos déficits para fortalecer la imagen de pobre autodidacta?

Y es que es tan linda la idea de que escribir un libro, con la certeza de la edición, que no se me hace carne la posibilidad de que otro lo escriba por uno. Mataría al ghost writer antes de permitir que ponga sus manos en el delicado arte de narrar mis aventuras.
Todo se complica aún más cuando, sin querer, te enterás que personas que uno descuenta que tienen un mínimo de honorabilidad ni siquiera se toman el tiempo de escribir sus volúmenes. Hace unas semanas leí que Pity Álvarez, en un arrojo de impunidad, reconocía que estaba «laburando con el chabón que le hizo el libro a Lanata». ¿Qué libro? ¿Argentinos?, ¿ADN?, ¿La Hora 25?, ¿Historia de Teller? ¿Muertos de Amor?

En cualquier persona de bien se debería abrir un interrogante feroz acerca de todo con esta denuncia del cantante de Intoxicados travestida de desliz.

Y como en toda crisis no queda nada en pie, desde hace largas semanas no puedo leer nada creyendo que estoy leyendo al autor. Desconfío que La Hermana Bernarda sepa cuántas tazas de harina precisa para una torta; anulo la posibilidad de que Horangel vaticine sus propias profecías; creo firmemente que Stephen King tiene un ejército de monos encadenados tipiando novelas en máquinas de escribir, como en el capítulo de Los Simpson.

Pero lo que más pena me da es la persona detrás del ghost writer, individuos que dedican su vida a escribir libros de otros, y que vaya uno a saber si alguna vez verán su nombre en la portada de un ejemplar.

Me imagino el trágico destino del hijo del oculto escritor en el patio de primaria de alguna escuela porteña conversando con el retoño de un arquitecto. «Mi papá es ghost writer.» ¿Les parece justo?

En migraciones, escribir «escritor fantasma» en el espacio del oficio es causal de averiguación para cualquier funcionario aeroportuario centrado en su eje.
En ese sentido, el ghost writer, a la hora del levante, nunca va a poderle mostrarle a una mina que escribió el libro de Roberto Piazza, Corte y Confesión. Con ese mismo verso podés decir que escribiste El Coronel no tiene quién le escriba por expreso pedido de Gabo. En cualquier caso no te creerá nadie que no sea tu madre.

Al menos, en el escritor fantasma el espacio simbólico de la realización personal de escribir un libro, para la trilogía que se completa con plantar un árbol y tener un hijo, funciona.

Susana Giménez, por su parte, no podrá al momento del balance final sentirse plena. Sería la misma flojera intelectual de conformarse plantando un cactus o teniendo un hámster, más o menos.

Ese mismo personaje ilustre, pongamos Ari Paluch y su Combustible espiritual, ¿cuando va a la feria del libro a firmar ejemplares que no le son propios mientras recibe muestras de afecto y reconocimiento de lectores que son engañados, no siente, al mirarlos a los ojos, un profundo desprecio de si mismo, mientras el ghost writer mira de soslayo la situación sintiéndose vacío y frustrado, deambulando como buitre a la carroña, en círculos, siendo en realidad un actor productivo y eficiente del mercado editorial?

He aquí la infausta distribución de la decencia.

Un ghost writer quizás tenga la suerte un día de ver publicada una obra con su firma, por qué no, casi como un favor de la editorial, ante tantos servicios prestados, pero dudo que en ese caso Melancolía de un domingo estival venda más ejemplares que El Nombre del Chamamé, de Antonio Tarragó Ros.

En el mejor de los casos ya que los premios literarios precisan del necesario seudónimo para preservar el prestigio del prestigioso jurado, el ghost writer bien podría mandar al Premio Planeta el manuscrito de 70 marquesinas en busca de un autor bajo el seudónimo de Guillermo Bredeston. Y la amena biografía del productor teatral quizás obtenga el primer premio, que esconde necesariamente el nombre del autor real tras el seudónimo Bredeston. Y nadie podría quejarse, porque una autobiografía en la mayoría de los casos es una obra de ficción escrita por un autor desconocido y firmada con un seudónimo que coincide con el nombre de un actor o deportista famoso, ¡pero además con la foto de Beto Casella en la solapa!

Si esta modalidad prospera dentro de poco tendremos premios literarios al ghost writer del año: el que convirtió las memorias de Ariel Ortega en una entretenida trama con moraleja social; el que transformó la carrera de Patricia Janiot en una certera metáfora del compromiso hacia la verdad; o bien, quien logró trasmitir la seriedad del pensamiento fundante de la obra de Adam Sandler en primera persona.

Como un gesto de honor hacia sus colegas, un ghost writer premiado y finalmente reconocido ante la biografía final de sí mismo debería exigir a la editorial que un escritor fantasma promisorio sea el encargado definitivo de articular sus memorias

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