
La ciudad que está por matar a su gallina
Indudablemente, Colón es la ciudad de mayor atracción turística de la provincia. Todos los años sus playas se llenan de gente que viene de la provincia de Buenos Aires, de Santa Fe, Córdoba y de muchísimas ciudades de Entre Ríos. Y ahora, algunos colonenses parecen haber comprendido qué es eso de la ley de la oferta y la demanda. Y como anda mucha gente, quieren echar un poco de regreso a sus hogares.
Los que aprovechan comercialmente la presencia de visitantes no parecen entender que el negocio, para la ciudad, es que la gente regrese el próximo año. Y no que se vaya con un sabor a estafa en la boca.
Alojarse ya es desagradable. La primera opción -incómoda- es pagar por lo menos cuarenta pesos diarios para pasar calor en una carpa y hacer extensas colas para tener que soportar a porteños barderos duchándose a los gritos en los baños públicos del camping.
Pero hay otras posibilidades. Por ejemplo, abonar casi 200 pesos por día para acceder a la llave de un departamento que parece obra de un arquitecto ezquizofrénico; increíbles sucuchos de dos metros de frente que ocultan tras su apariencia inocente escaleras retorcidas que conducen a cuatro o cinco casas.
Pero no importa. Al fin y al cabo uno va a Colón porque hay una hermosa playa y no para encerrarse entre cuatro paredes.
Eso sí, en la playa no hay que quedarse sin puchos, porque ese adelanto tecnológico no llegó a la zona del camping. "No, no, eso no tengo", responderán sucesivamente los responsables de los paradores, haciéndolo sentir a uno como un marciano preguntando dónde está la parada del próximo ovni.
"Nooooaaa" (estirando la aaa al final, y torciendo un poquito la cabeza, como pidiendo disculpas pero al mismo tiempo diciéndonos "mirá lo que me venís a pedir"), responderá el del parador cheto de la playa.
"Nooooaaa" dirá también el del kiosco que está al lado de una parrilla, y como hay que ser amable con el turista, en lugar de mandarnos a la mierda nos sugerirá que preguntemos en el parador del que venimos.
Gracias, diremos, y seguiremos arrastrando las patas por la arena pesada y caliente, bajo un sol agobiante, hasta la proveeduría que atiene un hombre grandote, de camiseta sin mangas, que acaba de cocinar varios pollos a la parrilla y que está transpirado y cansado y poco dispuesto a atender a un boludo que quiere puchos.
Pero sí. Este tiene. Los acabo de ver. Hay unos Phillips de diez y, ya desesperado por la falta de nicotina en la sangre, le pido dos. Previendo el golpe, le pregunto cuánto es. "Cuatro", me responde; "cuatro cada uno", agrega. Y yo saco cuentas y me digo qué bueno sería estar en el kiosco de la Adriana, con aire acondicionado y precios normales.
Pero no importa. Ya tengo los puchos. Ahora me falta fuego. Obviamente, el gordo no vende encendedores, pero me ofrece una caja de fósforos.....de las grandes. Agradezco y reemprendo el regreso, con más ganas de volver a Villaguay que a la playa.
Pero voy igual, porque después de esa excursión me queda un ratito de playa y después -inevitablemente, aunque nadie me obligue- habrá que ir a la Fiesta de la Artesanía, a seguir caminando toda la noche y a disfrutar de gaseosas berretas a diez pesos.
Me dirán que siempre hay otras opciones. Y es cierto: ir al casino a hacer apuestas mínimas de cinco pesos en la ruleta y a tener que esperar por lo menos dos horas a que se desocupe alguna maquinita tragamonedas. Pero al final tener que devolver los fichines, porque los tipos van a cerrar, ya que en los quince minutos que llevamos en el lugar hubo cinco cortes de luz y entonces es probable que en cualquier momento se incendien los cables y arda el Quirinale.
Mejor volver a casa. Caminar despacito, disfrutando unas pequeñas gotas que no llegan a ser lluvia, gozando de las piedras del ripio bajo las suelas mientras subimos una empinada callecita; buscar las llaves, elegir la correcta en un manojo de por lo menos diez, abrir la puerta, subir escaleras, darse cuenta que uno tiene sed pero no de agua sino de gaseosa fría; tomar las llaves, elegir la correcta en un manojo de por lo menos diez, abrir la puerta, ir hasta un kiosquito repleto de gente, esperar, pedir una Paso de los Toros de pomelo, bancarse que el pendejo que atiende te vea cara de turista y en consecuencia, cuando le preguntás el precio, te diga: "cinco....no, seis".
Volver a casa, elegir la llave correcta, abrir la puerta, subir escaleras, echarse un buen trago de Paso de los Toros y ponerse a pensar seriamente si no será mejor elegir otro rumbo el verano próximo.
Martín Carruego
18 de febrero de 2009
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